El periodista, al igual que cualquier escritor, es un mudo que señala una minúscula parte del universo que pasaría desapercibida si, al mismo tiempo que convence al lector para que se detenga a mirar, no tejiera una tela de araña donde atraparlo.
El periodismo literario pretende unir las técnicas narrativas con la redacción noticiosa. Desarrollar la destreza de contar historias y aplicarla en las maneras de narrar la realidad. La crónica, la entrevista y el reportaje pueden aprovechar las herramientas utilizadas en la prosa de ficción para cautivar al lector.
El periodismo es un género literario. Es un arte, más que un oficio, si el redactor se plantea escribir literatura de no ficción, aunque tenga la camisa de fuerza de la realidad y la objetividad aparente y aunque persiga la noticia. El periodismo literario no está divorciado de la noticia. Al contrario, la perpetúa en escritos que trascienden el papel barato. Hoy, que los medios impresos pierden fuerza ante la velocidad de sus competidores, se hace necesario desplegar las destrezas de los mejores narradores para atrapar al lector. Para que lea hasta la última línea, aunque la crónica, el reportaje o la entrevista de personalidad compita con cientos de titulares.
En esta época en que la inteligencia libra una guerra contra las imágenes vacías que capturan la atención del público con facilidad, el periodismo se debe a la poética. La poética es la capacidad de decir más con menos palabras, en parte gracias a la utilización de vocablos que potencian la creación de imágenes. Los buenos escritores son los que “mantienen la eficiencia del lenguaje”, por medio de la exactitud y la claridad. No importa los fines que tenga el escritor. Con este lenguaje claro y exacto se escribe la literatura (“el lenguaje cargado de sentido”) y la gran literatura (“el lenguaje cargado de sentido hasta el grado máximo que sea posible”).
La reconstrucción de la realidad por medio de la literatura recrea los detalles, el microcosmos. La mirada del zoom prevalece sobre la panorámica. El periodista literario prefiere el testimonio del testigo impuro al análisis del político avezado. En la ficción, la visión del hombre corriente se impone a la de los grandes personajes. Se busca al antihéroe, al protagonista marginal. Un antihéroe dispuesto a mostrarse.
La diferencia obvia entre periodismo y literatura es que el periodista no sólo debe ser fiel a los hechos, sino mantener en el texto todas referencias que permiten comprobar esa fidelidad. El periodismo, para serlo, no puede perder su apego por la realidad, ni el contraste de fuentes, ni la investigación previa que, en el caso de la crónica, implica también la vivencia.
El ficcionador, aun cuando se haya inspirado en la realidad, disuelve las referencias. Fusiona y diluye ambientes y personajes. Inventa, imagina. Pero el periodista debe refrendar, con cada escrito, un pacto tácito con el lector que obliga a no especular con pensamientos, sentimientos, situaciones; no fabricar elementos de la historia, como personajes, lugares, climas, objetos ni declaraciones; advertir cuando se ha pactado el anonimato de la fuente y lo que implica mantener esa promesa. Son convenciones que todo periodista conoce y utiliza en su trabajo, pero que no significan que maniaten al periodista a la hora de estructurar su texto; no le obligan a renunciar a los recursos que la narrativa ofrece para cautivar al lector, siempre con la limitación que impone la imposibilidad de fabricar elementos para la trama o de inventar o alterar los hechos.
Dentro de toda noticia hay una persona. Detrás de cualquier cifra hay alguien que la padece o la aprovecha. En las buenas novelas, al igual que en las buenas crónicas, la humanidad aparece en todo su esplendor, con sus contradicciones y afirmaciones. Ambas permiten que el lector concluya los porqués que justifiquen los actos. Por ejemplo, por qué el viejo de Hemingway insiste en su lucha contra el pez. El autor coloca las piezas que necesita el lector para concluir, una tarea que le exige el relato. Igual sucede en los textos periodísticos.
No hay manual para escribir una gran obra periodística o literaria, que nadie espere la fórmula mágica. Pero sí existen herramientas para que la historia funcione ante los ojos de un extraño que se asoma a esa realidad recién descubierta. Las técnicas no son reglas fijas, ni teorías infalibles como las matemáticas. Una máquina no puede escribir un texto que logre penetrar en la sensibilidad humana, aunque existen programas capaces de escribir frases con coherencia. Entre los párrafos de los mejores periodistas y escritores se avizoran estas técnicas, que, una vez manejadas a la perfección, pueden forzarse, romperse incluso.
El periodismo literario pretende unir las técnicas narrativas con la redacción noticiosa. Desarrollar la destreza de contar historias y aplicarla en las maneras de narrar la realidad. La crónica, la entrevista y el reportaje pueden aprovechar las herramientas utilizadas en la prosa de ficción para cautivar al lector.
El periodismo es un género literario. Es un arte, más que un oficio, si el redactor se plantea escribir literatura de no ficción, aunque tenga la camisa de fuerza de la realidad y la objetividad aparente y aunque persiga la noticia. El periodismo literario no está divorciado de la noticia. Al contrario, la perpetúa en escritos que trascienden el papel barato. Hoy, que los medios impresos pierden fuerza ante la velocidad de sus competidores, se hace necesario desplegar las destrezas de los mejores narradores para atrapar al lector. Para que lea hasta la última línea, aunque la crónica, el reportaje o la entrevista de personalidad compita con cientos de titulares.
En esta época en que la inteligencia libra una guerra contra las imágenes vacías que capturan la atención del público con facilidad, el periodismo se debe a la poética. La poética es la capacidad de decir más con menos palabras, en parte gracias a la utilización de vocablos que potencian la creación de imágenes. Los buenos escritores son los que “mantienen la eficiencia del lenguaje”, por medio de la exactitud y la claridad. No importa los fines que tenga el escritor. Con este lenguaje claro y exacto se escribe la literatura (“el lenguaje cargado de sentido”) y la gran literatura (“el lenguaje cargado de sentido hasta el grado máximo que sea posible”).
La reconstrucción de la realidad por medio de la literatura recrea los detalles, el microcosmos. La mirada del zoom prevalece sobre la panorámica. El periodista literario prefiere el testimonio del testigo impuro al análisis del político avezado. En la ficción, la visión del hombre corriente se impone a la de los grandes personajes. Se busca al antihéroe, al protagonista marginal. Un antihéroe dispuesto a mostrarse.
La diferencia obvia entre periodismo y literatura es que el periodista no sólo debe ser fiel a los hechos, sino mantener en el texto todas referencias que permiten comprobar esa fidelidad. El periodismo, para serlo, no puede perder su apego por la realidad, ni el contraste de fuentes, ni la investigación previa que, en el caso de la crónica, implica también la vivencia.
El ficcionador, aun cuando se haya inspirado en la realidad, disuelve las referencias. Fusiona y diluye ambientes y personajes. Inventa, imagina. Pero el periodista debe refrendar, con cada escrito, un pacto tácito con el lector que obliga a no especular con pensamientos, sentimientos, situaciones; no fabricar elementos de la historia, como personajes, lugares, climas, objetos ni declaraciones; advertir cuando se ha pactado el anonimato de la fuente y lo que implica mantener esa promesa. Son convenciones que todo periodista conoce y utiliza en su trabajo, pero que no significan que maniaten al periodista a la hora de estructurar su texto; no le obligan a renunciar a los recursos que la narrativa ofrece para cautivar al lector, siempre con la limitación que impone la imposibilidad de fabricar elementos para la trama o de inventar o alterar los hechos.
Dentro de toda noticia hay una persona. Detrás de cualquier cifra hay alguien que la padece o la aprovecha. En las buenas novelas, al igual que en las buenas crónicas, la humanidad aparece en todo su esplendor, con sus contradicciones y afirmaciones. Ambas permiten que el lector concluya los porqués que justifiquen los actos. Por ejemplo, por qué el viejo de Hemingway insiste en su lucha contra el pez. El autor coloca las piezas que necesita el lector para concluir, una tarea que le exige el relato. Igual sucede en los textos periodísticos.
No hay manual para escribir una gran obra periodística o literaria, que nadie espere la fórmula mágica. Pero sí existen herramientas para que la historia funcione ante los ojos de un extraño que se asoma a esa realidad recién descubierta. Las técnicas no son reglas fijas, ni teorías infalibles como las matemáticas. Una máquina no puede escribir un texto que logre penetrar en la sensibilidad humana, aunque existen programas capaces de escribir frases con coherencia. Entre los párrafos de los mejores periodistas y escritores se avizoran estas técnicas, que, una vez manejadas a la perfección, pueden forzarse, romperse incluso.
Los autores necesitan imaginación y vivencias para retratar un pedazo de vida y convertirlo en un relato universal y mágico. Los periodistas prescinden de la imaginación a la hora de escribir, pero no a la hora de investigar. La imaginación puede indicar dónde se encuentran los eslabones extraviados, para ir tras ellos; buscarlos aunque sólo se tenga la corazonada. A esta cualidad algunos le llaman olfato.
El buen periodista tampoco deja de convertir su relato sobre un hecho real y minúsculo en universal y mágico. Mágico porque una buena historia conmueve a cualquier humano, sea cual sea su cultura y su tiempo.
El escritor desarrolla la intuición para presentir cómo actuarán sus personajes ante cualquier circunstancia. El periodista pregunta cómo han vivido tales circunstancias. Pero ambos viven la historia y no la cuentan antes de escribirla. Dejan que los espectros chillen en su interior para escribir como un desahogo. Cuando llega ese momento en que es necesario escribir, la investigación ha finalizado. Hay una historia que contar. Hay una historia que debe ser escrita según una estrategia: quién cuenta y quién escucha; cuál es la cronología de lo sucedido y con qué orden expondré lo sucedido.